Era un costoso bolígrafo de oro. Un amigo me lo había regalado para celebrar una ocasión especial. Era hermoso, elegante y tenía gran valor sentimental. De repente, desapareció. Me sentí bastante decepcionado, culpándome por haber sido tan descuidado y haber dejado una tentación en el camino de otra persona. ¿Será que se me cayó en uno de los muchos lugares que visité esta mañana? ¿O tal vez alguien en la oficina pensó que le había llegado un regalo misterioso? Mejor ni pensar en eso. No debo ser tan suspicaz.
Ocho días y dos anuncios después, el bolígrafo volvió a aparecer en mi mesa. La conciencia se impuso. El culpable me devolvió el bolígrafo. Ravi fue la mejor sorpresa que tuve en mucho tiempo. Era tímido, retraído, lento al hablar y daba la impresión de ser bobo o aburrido. Se sentaba en la clase de teología ajeno a lo que ocurría a su alrededor, ni las opiniones del profesor, ni las discusiones teológicas tenían ningún efecto visible en él. En una ocasión, un debate serio relativo a herejías teológicas de la iglesia primitiva dividió a la clase en dos grupos de opinión, pero Ravi no se decidió por ninguno de los dos grupos. Sin embargo, cuando llegó la hora del examen, su trabajo me dio una sorpresa total. Una teología clara, una recopilación impecable de los hechos, una lógica lúcida, argumentos razonados, documentación de apoyo; en definitiva, un trabajo perfecto. Se sacó un 100. Esa sorpresa fue hace años. Pero la mejor de las sorpresas estaba por llegar. Hace poco recibí una carta de Ravi: una confesión de que hizo trampa justamente en ese examen, hace mucho, mucho tiempo atrás. La conciencia se impuso.
“La conciencia”, dice Elena G. White, “es la voz de Dios, la cual se escucha en medio de las pasiones humanas; cuando se resiste, se contrista al Espíritu de Dios”.2 Es la expresión más simple, más clara y obvia del carácter exaltado y de la dignidad de la vida humana, en oposición a cualquier otra forma de vida en la Tierra. Es lo que hace que el ser humano sea una promesa. Es, por así decirlo, la huella de Dios en el alma humana, por muy fuerte o por muy desfallecida que esté esa huella.
Un cocodrilo puede comerse a un niño para desayunar y tomar el sol durante el resto del día sin sentir una pizca de remordimiento. Un mono puede encender un fósforo y prender fuego a la humilde vivienda de alguien y tener un ataque de risa. Una serpiente puede atacar cien veces y no sentir ni una sola vez la diferencia entre el bien y el mal. Sin embargo, el criminal humano más endurecido, en un momento u otro, dentro o fuera de los límites de una prisión, sufre las punzadas de una conciencia herida.
Los estudios demuestran que la conciencia se expresa antes, durante o después de una determinada acción. Antes del acto, nos anima a realizar la acción correcta prevista o nos aconseja rechazar el pensamiento erróneo. Durante el acto, especialmente cuando es cuestionable, la conciencia se encuentra más débil. O bien desafiamos persistentemente las directrices de nuestra conciencia, o quizá estamos tan preocupados por el acto que la conciencia se encuentra desatendida o sofocada. Después del acto, la conciencia puede volver a despertarse de manera fuerte, ya sea expresando satisfacción por lo que se hizo o insistiendo en el remordimiento y la rehabilitación.
Una conciencia continuamente herida, sofocada, descuidada o contaminada puede acabar volviéndose perezosa, hasta el punto de borrar la distinción entre lo moral y lo inmoral, lo correcto y lo incorrecto. El juicio moral del “yo” sobre el “yo” se encontrará ausente o borrado, y el individuo caerá en un profundo engaño moral. Esta es una de las razones por las que la Biblia afirma que los cristianos deben cultivar su conciencia hasta el punto de que sea aceptable delante Dios (Hechos 23:1), “sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16), limpia (1 Timoteo 3:9) y buena (1 Timoteo 1:5). Solo entonces se puede afirmar la humanidad de la persona, por un lado, y por otro lado, la dignidad divina que se le ha otorgado al ser humano.
El ser humano es humano solo cuando honra y vive dentro del contexto de Dios en el que ha sido creado. Este contexto es buscar, encontrar y vivir dentro del “testimonio de nuestra conciencia, de que con sencillez y sinceridad de Dios (no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios), nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros” (2 Corintios 1:12).
¿Cómo podemos poseer tal conciencia? El origen de la palabra conciencia en latín, nos da una pista: la raíz, conscientĭa, significa “conocer con”. Así, la conciencia no es simplemente saber, sino saber por alguien o por medio de algo. Como cristianos podemos afirmar que en nuestra conciencia conocemos, no meramente por nosotros mismos, sino por medio de Alguien que está por encima nuestro. Por ende, nuestra conciencia está bajo el mando y en sintonía con Aquel cuya voluntad es sobrenatural, universal e inmutable; en esencia, funciona bajo la voluntad de Dios. “Han de dar a la conciencia el lugar de supremacía que se le ha asignado. Las facultades mentales y físicas, junto con los afectos, tienen que ser cultivadas para que puedan alcanzar la más alta eficiencia”.3
Mientras la voluntad humana esté en comunión y compañía con la voluntad de Dios, la conciencia de tal persona ha encontrado tanto su centro como su circunferencia. Esa persona no solo sabe quién es sino también quién debe ser. Lo ideal y lo real convergen en la conciencia de tal persona, obediente a su fuente divina.
John M. Fowler (MA, EdD, Universidad de Andrews, Míchigan, EE. UU.; MS, Universidad de Siracus, Nueva York, EE. UU.) es editor de Diálogo.
Citación Recomendada
John M. Fowler, “Vivir con buena conciencia ,” Diálogo 33:3 (2021): 3-4
Notes y Referencias
- Todas las citas bíblicas en este editorial son tomadas de la versión Reina-Valera 1995 (RVR1995) de la Biblia.
- Elena G. de White, Testimonios para la Iglesia (Doral, FL: Asociación Publicadora Interamericana, 1998), 5:112.
- La Temperancia 127.